miércoles, 25 de marzo de 2015

CRISTIANISMO

Jesús de Nazaret

Si se prescinde de los Evangelios, la figura de Jesucristo, en torno a cuyo mensaje surgió la religión cristiana, permanece envuelta en el misterio. Son pocos los documentos que puedan utilizarse como fuentes para un estudio histórico sobre la vida de Jesucristo. Pese a ser el personaje representado en más obras artísticas, tanto pictóricas como escultóricas, se desconocen sus rasgos y fisonomía, y, más aún, es imposible escribir su biografía en el sentido moderno del término. Al igual que Sócrates, no dejó nada escrito. Los Evangelios de Marcos, Lucas, Mateo y Juan carecen de intencionalidad histórica: el objeto de esas narraciones, efectuadas con un peculiar estilo literario, era dejar constancia escrita de la vida y del mensaje del Maestro.
Pero no por ello dejan de ser «históricos» los hechos que relatan. Lucas, el médico sirio que dominaba a la perfección el griego, su lengua materna, lo deja bien claro en el prólogo que precede a su evangelio: «Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares, [...] después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, te lo escribo por su orden, excelentísimo Teófilo...». Teófilo, por el tratamiento que le da Lucas, sería un personaje importante e influyente del entorno.

Jesucristo en un mosaico del siglo VI
(Basílica de San Apolinar Nuovo, Rávena)
La llamada crítica radical que los protestantes liberales aplicaron a los Evangelios llegó incluso a la negación de la existencia histórica del Nazareno. Ni Justo de Tiberíades en su Historia de los judíos ni Filón de Alejandría hablan de Jesús. Pero su existencia histórica está testimoniada con suficiente claridad por autores como Tácito en sus Anales; por Suetonio en Vita Claudii; por Plinio el Joven, procónsul de Bitinia, en su carta al emperador Trajano, escrita alrededor del año 70; y por el historiador Flavio Josefo.
En su carta, Plinio el Joven habla de "un grupo que canta himnos en honor a Cristo como a un Dios". Tácito, en los Anales (escritos a principios del siglo II), se refiere a Cristo como "un condenado al suplicio bajo el Imperio de Tiberio por el procurador Poncio Pilato". Las Antigüedades judaicas del historiador Flavio Josefo (escritas hacia el año 93) aluden primero a "Jesús, el llamado Cristo" en relación a la ejecución de Santiago en Jerusalén, y citan más adelante, según la traducción del obispo sirio Agapio, a "un sabio llamado Jesús, reputado por su manera de actuar y su virtud", diciendo lo siguiente: "Muchos judíos y muchos de entre las otras naciones vinieron a él. Pilato lo condenó a morir en la cruz. Pero los que le habían seguido no dejaron de ser fieles a su pensamiento. Ellos contaron que tres días después de haber sido crucificado, se les había aparecido, y que estaba vivo. Quizás era, pues, el Cristo del que los profetas anunciaron muchas cosas admirables".
Judíos y romanos
No pueden entenderse la doctrina y la vida de Jesús sin situarlas en su contexto histórico. Palestina era un territorio administrado por los romanos, cuyo imperio había iniciado su período de máximo esplendor político y territorial. Con la ascensión de Augusto, que murió el año 14 después de Cristo y al que sucedió su hijo Tiberio, coetáneo del Nazareno, el Mediterráneo se había convertido en un lago romano y la autoridad imperial prevalecía en todas sus costas. En tiempos de Jesús la metafísica de Platón y Aristóteles había perdido su atractivo. Los sistemas filosóficos más extendidos eran el epicureísmo y el estoicismo. La doctrina de Jesús contiene algún elemento de ambos sistemas. Por ejemplo, los estoicos proclamaron la igualdad y la hermandad de todos los hombres. Por otra parte tenían vigencia aún los misterios, como el de Eulesis y el de Dionisio. Incluso el misterio egipcio de Osiris gozaba de un buen predicamento en Roma.
El mundo judío bajo dominio romano empezó con Herodes el Grande, del 37 al 4 a.C. El emperador Octavio Augusto le confirmó en su puesto de rey de los judíos porque Herodes le había ayudado en su marcha final desde el territorio tolomeo hasta Egipto. En su testamento, Herodes dividió su reino entre sus hijos Arquelao, Filipo y Herodes Antipas, este último tetrarca de Galilea y Perea en tiempos de Jesús. Heredero de una vasta tradición religiosa, el mundo judío estaba dominado básicamente por dos grupos o sectas: los fariseos y los saduceos. Los primeros provenían íntegramente de la clase media; los saduceos, de la rica aristocracia sacerdotal, que en tiempos de Jesús tenía en la familia de Annás la saga más poderosa. Los fariseos sostenían su autoridad a base de piedad y cultura; los saduceos, mediante la sangre y la posición. Los fariseos eran más bien progresistas; los saduceos, más conservadores, aceptaban fácilmente el dominio romano porque les permitía conservar su posición privilegiada. Los fariseos se preocupaban por elevar el nivel religioso de las masas; los saduceos, de adoctrinar y atraer a aquellos que tenían relación con la administración del Templo y los ritos.
Al margen de ambas tendencias se situaban los zelotes. Cuando hacia el año 6 a.C. el legado Quirino ordenó un censo general de Palestina, el fariseo Sadduq y el galileo Judas Gamala encabezaron la revuelta de los judíos descontentos. A su alrededor reunieron un grupo que llevó a cabo diversas campañas contra los romanos. Éste fue el origen de los zelotes, patriotas ardientes que, separados ya totalmente de los fariseos, utilizaron toda clase de medios, sin excluir el atentado mortal, para librarse del opresor extranjero y castigar a los judíos colaboracionistas. Usaban para sus asesinatos una daga corta llamada sicca, por lo que fueron conocidos entre los romanos con el nombre de sicarii ('sicarios').
La vida oculta
Todo ello sucedía en el siglo I de nuestra era. Sin embargo, incluso para la exégesis católica más racional, ningún dato relativo a la vida de Jesucristo puede fijarse con absoluta certeza. Jesús, hijo de José y de María de Nazaret, fue concebido en este pueblo de Galilea a tenor del misterioso anuncio que el ángel Gabriel le hizo al artesano de que su prometida (aún no se había celebrado la boda) estaba encinta, pero que el fruto de su vientre no era obra de un ser humano sino del Espíritu Santo. María era prima de Isabel, esposa del sacerdote Zacarías, quienes en la vejez engendrarían a Juan Bautista.
En aquellos días se promulgó un decreto de César Augusto por el que todos los habitantes del imperio debían empadronarse, cada cual en la ciudad de su estirpe. José y su joven esposa hubieron de dirigirse a Belén, en Judea, a unos 120 kilómetros de Nazaret. Probablemente hicieron el viaje en caravana con otros que seguían el mismo camino. La pareja, de escasos recursos económicos, pernoctó en las afueras de Belén, refugiándose en una de las cuevas utilizadas por los pastores. Estando allí, a ella se le cumplieron los días del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, al que recostó en un pesebre porque no tenían sitio en la posada.

Adoración de los pastores (c. 1655), de Murillo
El humilde nacimiento de Jesús tuvo lugar en tiempos del rey Herodes el Grande. Por lo tanto, no pudo ocurrir más allá del 4 a.C., fecha de la muerte del tetrarca. Siguiendo a Lucas (2, 1), Jesús nació en tiempos del censo ordenado por Augusto y efectuado por Quirino, gobernador de Siria. Tertuliano atribuyó ese censo a Sencillo Saturnino, legado de Siria del 8 al 2 a.C.; éste muy bien pudo haber completado un censo comenzado por Quirino. Por ello, se suele aceptar que el nacimiento de Jesús tuvo lugar entre los años 7 y 6 a.C.
El evangelio de Lucas narra los hechos a la vez simples y extraordinarios que acompañaron el nacimiento de Jesús: el anuncio de los ángeles a unos pastores, que acudieron a Belén y fueron los primeros en "alabar y glorificar a Dios por todas las cosas que habían visto y oído" (Lc. 2, 20). Mateo, en cambio, narra la visita de tres misteriosos reyes de Oriente que, guiados por una estrella, acuden a adorarlo y le ofrendan oro, mirra e incienso. Previamente, estos reyes "magos" habían pasado por Jerusalén preguntando "¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?" Tal pregunta llenó de temor al rey, quien ordenó pocos días después una terrible matanza de niños varones, que la tradición cristiana recuerda cada 28 de diciembre como el Día de los Santos Inocentes. Advertidos del peligro que los acechaba, José y María huyeron de Belén con su hijo y se refugiaron en Egipto, donde permanecieron hasta la muerte del rey Herodes.

La matanza de los inocentes (c. 1611), de Rubens
De nuevo en Nazaret, Jesús aprendió las Escrituras y la tradición oral judía hasta el punto de sorprender con sus conocimientos a los doctores de la Ley que lo escucharon en el templo cuando sólo tenía doce años. Mientras el "niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría" (Lc. 2, 40), llevó una vida normal, trabajando con su padre. Hasta los treinta años nada más vuelve a saberse de su vida; sólo lo que fantásticamente narran los evangelios apócrifos, es decir, aquellos escritos de origen desconocido o erróneamente atribuido, en su mayor parte de origen gnóstico, que tratan de la vida de Jesús en los últimos años de su juventud. Particularmente llama la atención el cúmulo de elementos milagrosos, frecuentemente abstrusos y desagradables, en los que historia y fábula se confunden.
La predicación
Para datar el inicio del ministerio público, Lucas pone especial énfasis en presentar los datos exactos acerca de la predicación de Juan Bautista, a quien Jesús acudiría para hacerse bautizar. Sin embargo, sólo un dato es en verdad útil: «el año decimoquinto de Tiberio César», el reinado del cual empezó el 19 de agosto del 14 d. C. El año decimoquinto debía ser, según el sistema romano, del 19 de agosto del 28 d. C. al 18 de agosto del 29 d. C. Por otra parte, tampoco hay unanimidad acerca de la duración de su vida pública. Mientras los tres sinópticos hablan de una sola Pascua, Juan Evangelista especifica claramente tres.
Juan Bautista comenzó predicar la pronta llegada del Mesías y a bautizar a quienes lo escuchaban en las aguas del Jordán. Cuando Jesús fue bautizado por Juan (que era primo suyo), hubo según los evangelistas un signo celestial que lo señaló como hijo de Dios. Antes de iniciar su propio ministerio, Jesús se retiró al desierto un período "de cuarenta días", durante los cuales, según la narración evangélica, ayunó y puso a prueba su fortaleza espiritual ante las tentaciones del demonio.

El bautismo de Cristo (c. 1623), de Guido Reni
A su regreso del desierto, Jesús inició la divulgación de su doctrina en solitario, dándose a conocer en la sinagoga, a la que acudía todos los sábados. Un día lo hizo en su pueblo. Escogió una lectura del profeta Isaías que prefigura al Mesías, el ungido de Dios que anunciaría a los pobres la Buena Nueva y que daría la libertad a los oprimidos. Les dijo que era él de quien el profeta hablaba. Fue denostado por tamaña soberbia (todos sabían que era el hijo de José) e intentaron despeñarle. Sería el destino de todo su ministerio: la incomprensión de los suyos, que culminaría con la traición de uno de sus discípulos predilectos. Pero pronto sus predicaciones convocaron a su alrededor multitudes a las que enseñaba mediante parábolas, obrando a la vez milagros que llenaban de asombro y alimentaban la fe en su doctrina.
Se granjeó así las antipatías de escribas y fariseos, a los que aquel advenedizo robaba protagonismo y popularidad entre las gentes. Los fariseos se quejaban de que Jesús celebraba fiestas y banquetes. Peor aún, lo hacía con publicanos, pecadores, gentuza proscrita: por eso los fariseos lo tachaban de borracho y juerguista. Entretanto, Jesús eligió a doce de entre sus discípulos: Simón (a quien llamó Pedro) y su hermano Andrés, Santiago y Juan, Felipe y Bartolomé, Mateo y Tomás, Santiago de Alfeo y Simón (llamado Zelotes), Judas de Santiago y Judas Iscariote. Eran hombres sencillos, la mayoría pescadores que se ganaban el sustento con fatiga. Hombres integrantes de la masa que soportaba los impuestos de los romanos y que se rebelaba ante la vida privilegiada de escribas, saduceos y fariseos. Jesús les propuso un orden religioso e incluso social nuevo, sin hipocresías, solidario con los pobres, vital.
El llamado "sermón de la montaña" acaso sea el más significativo de todos cuantos pronunció, tanto por su contenido doctrinal como porque viene precedido, según Lucas, por la elección de los doce discípulos y la realización de numerosos milagros en tierras de Galilea. En este discurso evangélico, llamado en la tradición bíblica "Las bienaventuranzas", Jesús saluda a la muchedumbre con un "bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de los Cielos; bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados; bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis" (Lc. 6, 20-21), y enseguida expone las condiciones que han de cumplir quienes elijan seguirlo: "Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre..." Es precisamente la idea de la paternidad divina el tema central de su mensaje, pues es de esa realidad de donde emana el amor y la generosidad del Creador hacia toda criatura humana.
El sermón de la montaña pone de manifiesto su profundo conocimiento de la conducta humana, y reinterpreta además la Ley mosaica dilucidando sus principios fundamentales y adaptando sus preceptos a las necesidades humanas. Es en este sentido que dice, por ejemplo, "el sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado" (Mc. 2, 27), cuando los fariseos le reprochan que sus discípulos hayan arrancado unas espigas o que él mismo haya obrado milagros y curado enfermos en ese día sagrado para los judíos. El amor a los enemigos ("amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien"), la misericordia ("sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados"), la beneficencia ("Dad y se os dará [...], porque con la medida con que midáis se os medirá") o el celo bien ordenado ("no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno") son aspectos diferentes de una misma idea fundamental formulada en la frase "amar a Dios y al prójimo".

Cena en Emaús (1606), de Caravaggio
Una visión estrictamente laica sitúa a Jesús en un exclusivo marco humano, pero no por ello su figura es menos digna de estudio y consideración. Él, que se autodefinía Maestro, no seguía las pautas de la clase poderosa judía: transgredía la norma sabática, iba acompañado de mujeres (María y Marta; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana, y otras muchas) y se hospedaba en sus casas. Sus amigos eran gente llana y sencilla a los que acompañaba en sus fiestas y bodas. Las enseñanzas de Jesús, que por primera vez hablaban de conceptos nuevos como el amor al prójimo y a los enemigos, la piedad hacia los pecadores y el respeto a las personas por encima de su condición, no tardaron en entrar en colisión con el clero judío.
La casta sacerdotal judía veía con temor los efectos de las prédicas de Jesús en el pueblo y dispuso que escribas y fariseos asistieran a ellas para cuestionar con preguntas capciosas su autoridad. Jesús sorteó con habilidad todas las trampas que se le tendieron y el Sanedrín demandó sin éxito el apoyo de la autoridad romana para reprimir al "agitador". Pero el desasosiego no cundía solamente entre los sacerdotes, sino también en el mismo Herodes, porque aquel nazareno consentía que se le llamase rey de los judíos, título que a Herodes le había costado la adulación al opresor extranjero. Llegó un momento en que Jesús habló sin tapujos: «El que no está conmigo, está contra mí. No hagáis como los escribas y fariseos hipócritas, víboras, sepulcros blanqueados por fuera y llenos de carroña por dentro... No amaséis fortunas, vended los bienes y dad limosnas...» Y los acontecimientos acabaron precipitándose.
Jesús envió a predicar de dos en dos a setenta y dos discípulos suyos por los pueblos de Judea, en donde iniciaron un intenso movimiento religioso como si se tratara de conquistar la Ciudad Santa. Hacia ella se dirigió Jesús desde Galilea consciente de que había llegado su hora. Herodes, a quien Jesús había llamado zorro, estaba al acecho; los sacerdotes, ojo avizor para tenderle una trampa. Pero Jesús no se amedrentó. Al contrario, entró en Jerusalén en actitud provocadora, haciéndose entronizar como rey por una multitud que llenaba la ciudad en ocasión de la Pascua. Y en el mismo centro neurálgico del mundo judío, el Templo, hizo valer su autoridad: expulsó a los vendedores a latigazos porque le repugnaba que un lugar de oración se hubiera convertido en un lucrativo mercado.
Pasión y muerte de Jesús
Llegado el día de los Ázimos, en el que se sacrifica el cordero de Pascua, Jesús prepara la que será su última cena con sus discípulos y en ella les anuncia su fin: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que yo no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios" (Lc. 22,16). En el relato evangélico de la cena pascual, Jesús lava los pies a sus discípulos y comparte con ellos el pan y el vino como expresión de la Nueva Alianza de Dios con los hombres. Luego, les advierte de lo que ha de ocurrir en los próximos días. Ante el estupor y desasosiego de los discípulos, les anuncia que uno de ellos llegará a traicionarlo: "La mano del que me entrega está aquí conmigo sobre la mesa" (Lc. 22, 21) y que su amado Pedro lo negaría tres veces, aunque finalmente se arrepentiría de su acción: "Yo te aseguro [Pedro]: hoy, esta misma noche, antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres" (Mc. 14, 30).

La última cena, de Juan de Juanes
Tras estas dramáticas revelaciones, una vez acabada la comida pascual, Jesús y sus discípulos abandonaron el cenáculo y caminaron hasta el huerto de Getsemaní. Enseguida, Jesús se apartó en compañía de Pedro, Santiago y Juan, a quienes les dijo: "Mi alma está triste hasta al punto de morir, quedaos aquí y velad" (Mc. 14, 33). Y diciéndoles esto se adelantó y, arrodillado, comenzó a orar: "Padre, si quieres, aparta de mi esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc. 22, 42). Poco después, la guardia del Templo se hizo presente en el lugar y prendió a Jesús; los sacerdotes del Sanedrín habían preferido hacerlo detener lejos de la muchedumbre que lo seguía con fervor. Con el propósito de sorprender a Jesús indefenso, el Sanedrín había comprado la voluntad de Judas Iscariote pagándole treinta monedas de plata, cantidad al parecer equivalente a ciento veinte denarios, que era el precio que se pagaba entonces por un esclavo o el rescate de una mujer, de acuerdo con lo prescrito por la Ley mosaica.
Perseguido por el Sanedrín, traicionado por su discípulo Judas Iscariote y negado por Pedro, Jesús afrontó solo y con determinación la condena del Sanedrín, el rechazo de Herodes Antipas, quien lo remitió de nuevo a Poncio Pilato, y la sentencia que éste pronunció después de "lavarse las manos" y de soltar en su lugar a Barrabás, al parecer un cabecilla de un movimiento sedicioso acusado de asesinato. En vano el procurador romano había intentado evitar la crucifixión de Jesús, a quien consideraba en realidad inocente de los cargos que le imputaban. Presionado por los sacerdotes del Sanedrín, que habían excitado a la muchedumbre para que pidiese la muerte del peligroso "agitador", acabó condenándolo a morir crucificado.

Cristo llevando la cruz (1580), de El Greco
Los delitos que le imputó el Sanedrín fueron anunciar la destrucción del Templo ("Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra"; Lc. 21, 6) y reconocerse como el Hijo de Dios. Y, frente a las leyes romanas, creerse rey de los judíos, lo que contribuía a aumentar la inestabilidad política, según el criterio de los influyentes sacerdotes del Sanedrín. Una vez condenado, Jesús fue vejado, torturado y obligado a cargar su propia cruz hasta el monte Calvario, donde fue crucificado.
Los cuatro evangelistas están de acuerdo en que Jesús murió en viernes. El día de la muerte de Jesús no fue un día de descanso sabático porque los guardas llevaban armas y las tiendas estaban abiertas (José de Arimatea pudo comprar una sábana y las mujeres aromas para embalsamar el cuerpo). Lo más probable es que Jesús anticipara un día la cena pascual. Reunidos todos los datos (el procurador Pilato gobernó entre el 26 y el 36 d.C.), se puede asegurar que Jesús murió el viernes 14 de Nisán (primer mes del calendario hebreo bíblico) del año 30 d.C., lo que equivale al 7 de abril del 30 d.C. Y al tercer día, según las Sagradas Escrituras, resucitó y, apareciéndose a sus discípulos, los alentó a predicar la palabra de Dios.

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