Isabel I de Inglaterra
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El reinado de Isabel I de Inglaterra, prototipo del monarca autoritario del Quinientos, tiene un interés histórico de primera magnitud por cuanto fue fundamento de la grandeza de Inglaterra y sentó las bases de la preponderancia británica en Europa, que alcanzaría su cenit en los siglos XVIII y XIX. Pero la protagonista de esta edad de oro, que conocemos con el nombre de "era isabelina", se destaca ante nosotros por su no menos singular vida privada, llena de enigmas, momentos dramáticos, peligros y extravagancias. Isabel I, soberana de un carácter y un talento arrolladores, sintió una aversión casi patológica por el matrimonio y quiso ser recordada como la "Reina Virgen", aunque de sus múltiples virtudes fuese la virginidad la única absolutamente cuestionable.
Isabel I de Inglaterra
Tras repudiar a la primera de sus seis esposas, la devota española Catalina de Aragón, en 1533 el rey Enrique VIII de Inglaterra contrajo matrimonio con su amante, la altiva y ambiciosa Ana Bolena, que se hallaba en avanzado estado de gestación. Este esperado vástago, debía resolver el problema derivado de la falta de descendencia masculina del monarca, a quien Catalina sólo había dado una hija, María, que andando el tiempo reinaría como Maria I. Aunque el nuevo matrimonio no había sido reconocido por la Iglesia de Roma y Enrique VIII acababa de ser excomulgado por su pecaminosa rebeldía, el próximo y ansiado alumbramiento del príncipe llenó de alegría todos los corazones y el del rey en primer lugar. Sólo faltaba que la soberana cumpliera con su misión pariendo un hijo vivo y sano que habría de llamarse Enrique, como su padre. El 7 de septiembre de 1533 se produjo el feliz acontecimiento, pero resultó que Ana Bolena dio a luz no a un niño sino a una niña, la futura Isabel I de Inglaterra.
Una familia turbulenta
El monarca sufrió una terrible decepción. El hecho de haber alumbrado una hembra debilitó considerablemente la situación de la reina, más aún cuando el desencantado padre se vio obligado a romper definitivamente con Roma y a declarar la independencia de la Iglesia Anglicana, todo por un príncipe que nunca había sido concebido. Cuando dos años después Ana Bolena parió un hijo muerto, su destino quedó sellado: fue acusada de adulterio, sometida a juicio y decapitada a la edad de veintinueve años. Su hija Isabel fue declarada bastarda y quedó en la misma situación que su hermanastra María, hija del primer matrimonio Enrique VIII con Catalina de Aragón y diecisiete años mayor que ella. Ambas fueron desposeídas de sus legítimos derechos hereditarios al trono de Inglaterra.
Ana Bolena fue sustituida en el tálamo y el trono por la dulce Juana Seymour, la única esposa de Enrique VIII que le dio un heredero varón, el futuro rey Eduardo VI. Muerta Juana Seymour, la esperpéntica Ana de Cleves y la frívola Catalina Howard ciñeron sucesivamente la corona, siendo por fin relevadas por una dama (dos veces viuda a los treinta años) que iba a ser para el decrépito monarca, ya en la última etapa de su vida, más enfermera que esposa: la amable y bondadosa Catalina Parr. En 1543, poco antes de la sexta boda del rey, los decretos de bastardía de María e Isabel fueron revocados y ambas fueron llamadas a la corte; los deseos de Catalina Parr tenían para el viejo soberano rango de ley y ella deseaba que aquellas niñas, hijas al fin y al cabo de su marido y por lo tanto responsabilidad suya, estuviesen en su compañía.
Isabel tenía diez años cuando regresó a Greenwich, donde había nacido y estaba instalada la corte. Era una hermosa niña, despierta, pelirroja como todos los Tudor y esbelta como Ana Bolena. Allí, de manos de mentores sin duda cercanos al protestantismo, recibió una educación esmerada que le llevó a poseer una sólida formación humanística. Leía griego y latín y hablaba perfectamente las principales lenguas europeas de la época: francés, italiano y castellano. Catalina Parr fue para ella como una madre hasta la muerte de Enrique VIII, quien antes de expirar dispuso oficialmente el orden sucesorio: primero Eduardo, su heredero varón; después María, la hija de Catalina de Aragón; por último Isabel, hija de su segunda esposa. Catalina Parr mandó apresurar los funerales y quince días después se casó con Thomas Seymour, hermano de la finada reina Juana, a cuyo amor había renunciado tres años atrás ante la llamada del deber y de la realeza. Esta precipitada boda con Seymour, reputado seductor, fue la primera y la única insensatez cometida por la prudente y discreta Catalina Parr a lo largo de toda su vida.
Thomas Seymour
Thomas Seymour ambicionaba ser rey y había estudiado detalladamente todas sus posibilidades. Para él, Catalina Parr no era más que un trampolín hacia el trono. Puesto que Eduardo VI era un muchacho enfermizo y su inmediata heredera, María Tudor, presentaba también una salud delicada, se propuso seducir a la joven Isabel, cuyo vigor presagiaba una larga vida y cuya cabeza parecía la más firme candidata a ceñir la corona en un próximo futuro. Las dulces palabras, los besos y las caricias aparentemente paternales no tardaron en enamorar a Isabel; cierto día, Catalina Parr sorprendió abrazados a su esposo y a su hijastra; la princesa fue confinada en Hatfield, al norte de Londres, y las sensuales familiaridades del libertino comenzaron a circular por boca de los cortesanos.
Catalina Parr murió en septiembre de 1548 y los ingleses empezaron a preguntarse si no habría sido "ayudada" a viajar al otro mundo por su infiel esposo, que no tardó en ser acusado de "mantener relaciones con Su Gracia la princesa Isabel" y de "conspirar para casarse con ella, puesto que, como hermana de Su Majestad Eduardo, tenía posibilidades de sucederle en el trono". El proceso subsiguiente dio con los huesos de Seymour en la lóbrega Torre de Londres, antesala para una breve pero definitiva visita al cadalso; la quinceañera princesa, caída en desgracia y a punto de seguir los pasos de su ambicioso enamorado, se defendió con insólita energía de las calumnias que la acusaban de llevar en las entrañas un hijo de Seymour y, haciendo gala de un regio orgullo y de una inteligencia muy superior a sus años, salió incólume del escándalo. El 20 de marzo de 1549, la cabeza de Thomas Seymour fue separada de su cuerpo por el verdugo; al saberlo, la precoz Isabel se limitó a decir fríamente: "Ha muerto un hombre de mucho ingenio y poco juicio."
Por primera vez se había mostrado una cualidad que la futura reina conservó durante toda su existencia: un talento excepcional para hacer frente a los problemas y salir airosa de las situaciones más comprometidas. Si bien su aversión por el matrimonio pareció originarse en el trágico episodio de Seymour, Isabel aprendió también a raíz del suceso el arte del rápido contraataque y el inteligente disimulo, esenciales para sobrevivir en aquellos días turbulentos.
María I
Cuando en 1553 murió Eduardo, Isabel apoyó a María I frente a Juana Grey, biznieta de Enrique VIII que fue proclamada reina el 10 de julio de 1553 para poco después ser detenida y condenada a muerte en el proceso por la conspiración de Thomas Wyat, un movimiento destinado a impedir el matrimonio de María I con su sobrino Felipe (el futuro Felipe II de España), con el fin de evitar la previsible reacción ultracatólica de la reina. Durante la investigación de este caso, Isabel estuvo encarcelada durante algunos meses en la torre de Londres, ya que su inclinación por la doctrina protestante la hizo sospechosa a ojos de su hermanastra, pese al apoyo que Isabel le había brindado.
El reinado de María I fue poco afortunado. Su persecución contra los protestantes le valió ser conocida como María la Sanguinaria; y su alianza con España indignó a los ingleses, sobre todo porque condujo a una guerra desastrosa contra Francia en la que Inglaterra perdió Calais y la evolución económica del país fue bastante desfavorable. En 1558 murió María sin descendencia y, de acuerdo con el testamento de Enrique VIII, debía sucederla Isabel. El partido católico volvió a esgrimir sus argumentos acerca de la ilegitimidad de la heredera y apoyó las pretensiones de su prima María I Estuardo de Escocia. Sin embargo, los errores del anterior reinado y la conocida indiferencia de Isabel en la polémica religiosa hicieron que acabara siendo aceptada de buen grado tanto por los protestantes como por la mayoría de los católicos. También influyó en su aceptación su aspecto joven, hermoso y saludable, que contrastaba notablemente con el de sus dos hermanastros: enfermizo el uno, avejentada y amargada la otra.
La era isabelina
Hija y hermana de reyes, acostumbrada a enfrentarse a las adversidades y a mantenerse alejada de las conjuras, Isabel I ocupó el trono a los veinticinco años de edad. Era la reina de Inglaterra e iba a ser intransigente con todo lo que se relacionara con los derechos de la corona, pero seguiría mostrándose prudente, calculadora y tolerante en todo lo demás, sin más objetivo que preservar sus intereses y los de su país, que vivía en plena ebullición religiosa intelectual y económica y que tenía un exacerbado sentimiento nacionalista. Uno de sus primeros actos de gobierno fue nombrar primer secretario de Estado a sir William Cecil, un hombre procedente de la alta burguesía y que compartía la prudencia y la tolerancia de la reina. Cecil mantuvo la plena confianza de Isabel I durante cuarenta años; al morir, su puesto de consejero fue ocupado por su hijo.
Isabel I ante el Parlamento
En el terreno religioso, Isabel I restableció el anglicanismo y lo situó en un término medio entre la Reforma protestante y la tradición católica. En el campo político la amenaza más importante procedía de Escocia, donde María I Estuardo, católica y francófila, proclamaba sus derechos al trono de Inglaterra. En 1560, los calvinistas escoceses pidieron ayuda a Isabel, quien vio la ocasión de debilitar a su adversaria, y en 1568, cuando la reina escocesa tuvo que refugiarse en Inglaterra, la hizo encerrar en prisión. Por otra parte, Isabel I ayudaba indirectamente a los protestantes de Francia y de los Países Bajos, mientras que los navegantes y comerciantes ingleses tomaban conciencia de las posibilidades atlánticas y se enfrentaban al monopolio español en América.
Era, por tanto, inevitable el choque entre Inglaterra y España, la antigua aliada en época de María I. Mientras Felipe II de España daba crédito a su embajador en Londres y a la misma María Estuardo, quienes pretendían que en Inglaterra existían condiciones para una rebelión católica que daría el trono a María Estuardo, la reina Isabel y su consejero William Cecil apoyaban las acciones corsarias contra los intereses españoles, impulsaban la construcción de una flota naval moderna e intentaban retrasar el enfrentamiento entre los dos reinos. Después de ser el centro de varias conspiraciones fracasadas, en 1587 María Estuardo fue condenada a muerte y ejecutada. Felipe II, perdida la baza de la sustitución de Isabel por María, preparó minuciosamente y anunció a los cuatro vientos la invasión de Inglaterra.
En 1588, después de que Drake atacara las costas gallegas para evitar las concentraciones de navíos, se hicieron a la mar 130 buques de guerra y más de 30 embarcaciones de acompañamiento, tripuladas por 8.000 marinos y casi 20.000 soldados: era la Armada Invencible, a la que más tarde, según los planes, debían apoyar los 100.000 hombres que tenía Alejandro Farnesio en Flandes. Los españoles planteaban una batalla al abordaje y un desembarco; los ingleses, en cambio, habían trabajado para perfeccionar la guerra en la mar. Sus 200 buques, más ligeros y maniobrables, estaban tripulados por 12.000 marineros, y sus cañones tenían mayor alcance que los de los españoles. Todo ello, combinado con la furia de los elementos (pues los barcos españoles no eran los más adecuados para soportar las tempestades del océano) llevaron a la victoria inglesa y al desastre español.
La reina frente a la Armada Invencible
La reina Isabel I, que había arengado personalmente a sus tropas, fue considerada la personificación del triunfo inglés e incrementó el alto grado de compenetración que tenía ya con su pueblo. Tras este momento culminante de 1588, los últimos años del reinado de Isabel I aparecen bastante grises; en ellos sólo sobresale la preocupación de la reina por poner orden en las flacas finanzas inglesas; la rebelión irlandesa, pronto sofocada; y el crecimiento del radicalismo protestante.
Pese a que una de las constantes de Inglaterra en la época de Isabel I fueron los conflictos dinásticos, la reina nunca contrajo matrimonio. Se han elaborado multitud de teorías sobre este hecho, desde las que atribuyen su soltería a malformaciones físicas hasta las que buscan explicaciones psicológicas derivadas de sus traumas infantiles. En cualquier caso, Isabel I efectuó varias negociaciones matrimoniales, en todas las cuales jugó a fondo la carta diplomática para obtener ventajas para su país. Por otra parte, tuvo numerosos favoritos, desde su gran escudero lord Robert Dudley hasta Robert Devereux, conde de Essex, veinte años más joven que ella y que pagó con la vida su intento de mezclar la influencia política con la relación amorosa, algo que Isabel I nunca permitió a los hombres a quienes concedía sus favores.
La formación humanística de Isabel I la llevó a interesarse por las importantes manifestaciones que se produjeron durante su reinado en el campo del arte. El llamado «renacimiento isabelino» se manifestó en la arquitectura, en la música y sobre todo en la literatura, con escritores como John Lyly, Christopher Marlowe y principalmente William Shakespeare, auténticos creadores de la literatura nacional inglesa. En cuanto a la economía, durante su reinado se inició el desarrollo de la Inglaterra moderna. Su política religiosa permitió que se establecieran en sus dominios numerosos refugiados que huían de la represión en los Países Bajos, lo cual, unido al proteccionismo gubernamental, impulsó la industria de los paños. El crecimiento de la actividad comercial y la rivalidad con España redundaron en un gran desarrollo de la industria naval.
Isabel I en un retrato atribuido
a George Gower (c. 1590)
Hacia el año 1598, Isabel parecía, según expresión de un mordaz cortesano, "una momia descarnada y cubierta de joyas". Calva, marchita y grotesca, pretendía ser aún para sus súbditos la encarnación de la virtud, la justicia y la belleza perfectas. Poco a poco fue hundiéndose en las sombras que preludian la muerte. La agonía fue patética. Aunque su cuerpo se cubrió de úlceras, continuó ordenando que la vistieran lujosamente y la adornaran con sus ostentosas joyas, y no dejó de sonreír mostrando sus descarnadas encías cada vez que un cortesano ambicioso y adulador la galanteaba con un mal disimulado rictus de asco en sus labios. Falleció el 24 de marzo de 1603, después de designar como sucesor a Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra, hijo de María I Estuardo, lo que se inició el proceso de unificación de los dos reinos. Su último gesto fue colocar sobre su pecho la mano en que lucía el anillo de la coronación, testimonio de la unión, más fuerte que el matrimonio, de la Reina Virgen con su reino y con su amado pueblo.
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